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La noche olía a humedad y alcohol.
Sia se había encerrado temprano, como siempre que su padre se excedía. Las paredes, como testigos sordos, temblaban con cada grito, cada portazo.
Pero esta vez… había algo distinto.
Algo en el tono de su padre.
Una risa falsa.
Una calma que le heló la piel.
—Hoy vas a ganarte la vida, niña. —Se lo había dicho desde la puerta, con voz empapada en whisky y rabia.
Ella no entendió al principio.
Pero cuando oyó la voz de otro hombre, algo en su alma gritó.
—¿Dónde está la cría? ¿Esa es la de las canciones?
La puerta de su habitación se abrió de golpe.
Su padre, con la mirada enloquecida, la arrastró del brazo.
—¡Suéltame!
—Hoy nos vamos a hacer ricos, pequeña estrella. No hagas escándalo. Cuanto más te quejes, más barato vales.
La empujó hacia la cama.
Ella pataleó. Se tapó. Gritó.
Pero no había nadie que la oyera.
O eso pensaba.
El otro hombre, un tipo grande, con ropa de marca y sonrisa asquerosa, entró en la habitación, cerrando con pestillo.
—Será rápido, princesa. Y tu papi se irá con el sobre lleno.
Ella temblaba. Paralizada.
No podía moverse. No podía gritar más.
El miedo de toda una vida la había paralizado.
Y mientras el hombre se acercaba… alargó la mano hacia su blusa.
—No… no por favor… —susurró Sia.
Y entonces…
¡CLAC!
Un piedra voló a través de la ventana y estalló el cristal en mil pedazos.
—¡Eh! ¿Qué…?
El hombre se giró bruscamente, confundido.
Y Sia…
dejó de temblar.
Sintió algo rugir desde dentro.
Una energía viva. Antiguísima.
Como si una puerta se abriera en su alma de golpe.
Extendió las manos, sin pensar.
Y la descarga salió.
Una ráfaga de luz azul brillante estalló desde sus palmas. El hombre salió despedido contra la pared con un grito ahogado y cayó… inconsciente.
Silencio.
Su padre, desde el pasillo, gritó:
—¿¡Qué ha pasado!?
Pero entonces, la puerta reventó.
Aiden.
Con las manos ensangrentadas por romper la cerradura, el pecho agitado, los ojos llenos de fuego.
Corrió hacia ella. La envolvió con su chaqueta.
Ella aún estaba temblando, con los ojos abiertos como si acabara de ver al diablo.
O a sí misma.
—Lo hiciste… —susurró él, sin aliento—. Sia… tú lo hiciste.
—¿Qué fue eso…? ¿Qué me pasa?
—Es tu alma. Es tu Espejo.
—¿Mi qué?
—No importa ahora. ¡Tenemos que salir de aquí!
La levantó en brazos y la sacó por la ventana rota.
Su padre gritaba, pero no los siguió.
Tal vez por miedo.
Tal vez porque, por primera vez, vio lo que había creado… y le dio pánico.
Ya fuera, en el bosque cercano, Aiden la bajó al suelo con cuidado.
Ella se abrazaba a sí misma, aún en shock.
—¿Qué soy? —preguntó con la voz rota.
Él tomó su mano con cuidado.
—Eres tú. Eres Sia. Eres Kaela.
Eres la Portadora.
Y acabas de despertar.
Ella rompió a llorar.
Pero no de miedo.
De rabia.
De alivio.
De libertad.
Porque, por primera vez en su vida…
ya no era solo una víctima.
Continuará…


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