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Sia llevaba dos días sin hablar con Aiden.
Desde que vio aquella foto.
Desde que sintió el nudo en el estómago apretarse como si alguien la hubiese reído por dentro.
Pero lo que no sabía… es que eso era solo el comienzo.
Esa mañana, el sonido de una notificación la despertó. El móvil, que apenas había tocado, vibraba con insistencia. Lo desbloqueó… y lo que vio la dejó sin aire.
Un vídeo.
No. El vídeo.
Maika. Semidesnuda. Junto a Aiden. Riéndose. Tocándole. Besándole. Susurrando cosas a cámara.
Y al final… Maika miraba directo al objetivo y decía con esa sonrisa de veneno puro:
—Esto sí es real, Sia. Él siempre fue mío. Tú solo fuiste el trofeo. Gracias por enseñarle a llorar… ahora ya no tiene que fingir.
La pantalla se volvió negra. Pero el mundo de Sia también.
La taza que tenía en la mano se hizo añicos contra el suelo. La electricidad de sus venas chispeó sin control. Todo el salón vibró.
No era rabia. No solo.
Era traición, asco, desprecio, y sobre todo… dolor.
El Espejo en su pecho ardía.
Y entonces él apareció en la puerta.
Aiden.
Camisa desabrochada. El pelo revuelto. Las pupilas… dilatadas.
—Vaya… no creí que te levantaras tan pronto —dijo, con una sonrisa torcida.
—¿Qué es esto? —preguntó ella, con la voz temblando.
—¿Lo has visto? Genial. Era para ti.
Sia retrocedió un paso. No reconocía esa voz. No del todo. Era la suya… pero vacía. Irónica. Como si no le importara nada.
—¿Por qué…?
—Porque eras aburrida. Cerrada. Virgen, incluso. Dios… ¿en serio esperabas que me quedara esperando a que tú “estuvieras lista”?
—No. Tú no eres así.
—Oh, lo soy. Solo me aguanté por pena. Fuiste un experimento bonito. Pero no funcionó.
Ella sintió que algo en su pecho se rompía de forma real. Física. Como si el Espejo ya no pudiera más.
Y justo cuando la energía en su cuerpo empezaba a arder, él se tambaleó.
Un segundo.
Un susurro.
—Sia… ayuda…
Su voz cambió. Solo un instante.
Ella lo sintió.
Algo estaba mal.
Volvió a mirarlo, esta vez más atenta. Sus pupilas… demasiado oscuras. La forma en que hablaba. Sus movimientos.
—No estás bien.
—Estoy mejor que nunca —rió Aiden—. Y tú deberías agradecerme la lección. Ahora al menos sabrás lo que es vivir con los ojos abiertos.
Un destello azul explotó en sus dedos. Las luces de la casa parpadearon. Los cristales comenzaron a vibrar.
—¿Qué te han hecho? —susurró Sia, temblando de ira.
Él la miró. Y por un segundo, una lágrima bajó por su mejilla sin que pudiera evitarlo.
—No soy yo. No puedo parar.
Y entonces cayó al suelo.
Su cuerpo entero convulsionó por un momento. Como si algo se estuviera rompiendo dentro de él.
Sia se lanzó a su lado.
—¡Aiden! ¡Aiden! ¡Respira!
En su cuello, una pequeña marca roja. Un símbolo apenas visible bajo la piel.
Y en su chaqueta… un frasco vacío.
Un sedante. O algo peor.
—Maika… —susurró ella—. Tú lo controlaste. Estás detrás de todo esto.
Él la miró, con la voz rota.
—Quería que todo el instituto se riera de ti. Quería destruirte. No podía evitarlo… me obligaron… me obligó…
Ella lo abrazó.
Y esta vez no lloró.
Esta vez se encendió.
—Ya no soy la chica del columpio.
—Sia…
—No. Soy la Portadora.
Y nadie más va a tocarme sin pagar el precio.

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