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La noche había caído como una promesa de guerra.
Sia y Aiden caminaban entre pasillos silenciosos, iluminados solo por el resplandor tenue de las luces de emergencia. La estructura crujía a su alrededor, como si supiera que algo dentro estaba a punto de romperse.
—¿Aún puedes caminar? —preguntó ella, sujetándolo del brazo.
—Solo porque tú estás al lado.
Ella lo miró, y por un instante, la tensión del lugar desapareció.
Solo eran ellos dos.
Como siempre debió ser.
Encontraron una sala vacía. Un laboratorio abandonado con paredes blancas y cristales rotos. Aiden se sentó en una camilla oxidada. Sia se agachó frente a él.
—No me dejes —susurró ella, como si aún temiera que todo fuera un sueño.
—Nunca lo hice. Pero a veces… protegerte significaba alejarme.
—Y yo creí que me habías traicionado. Que no era suficiente.
—Tú eres lo más suficiente que he conocido.
Hubo un silencio. Uno que dolía y sanaba al mismo tiempo.
Aiden tomó su mano. Se la llevó al pecho.
—¿Lo sientes?
Sia asintió.
—Está latiendo igual que el mío.
—Porque somos lo mismo.
Ella sonrió con tristeza.
—Nunca había querido besar a alguien tanto… y a la vez tener tanto miedo de hacerlo.
—Entonces no lo hagamos por impulso.
Hagámoslo cuando ambos podamos respirar.
Sin prisas.
Sin heridas abiertas.
—¿Y si no llegamos a hacerlo?
—Entonces solo quiero que sepas… que fuiste mi casa en cada vida.
Los ojos de Sia se llenaron de lágrimas.
Pero esta vez no las dejó caer.
Porque algo vibró en la habitación.
Un estruendo.
Una sacudida.
Y una risa.
Aguda. Cruel.
Maika.
—¡Ya basta de telenovelas! —su voz resonó por los altavoces del edificio—. Os he dado tiempo de sobra. Ahora quiero lo que es mío.
—¿Y qué es eso? —gritó Sia, de pie, con la energía recorriéndole los brazos.
—Tu corazón, preciosa. Tu dolor. Tu poder. Quiero verte caer. Desnuda. Humillada. Como yo estuve antes de convertirme en lo que soy.
—Tú no te convertiste. Te vendiste.
—¡Y mira lo que he ganado!
Las paredes temblaron. Del suelo emergieron figuras encapuchadas, con ojos brillando en púrpura. Sombras de otro mundo.
Aiden se puso en pie.
—No podemos enfrentarlos sin ayuda.
—No necesitamos ayuda —dijo Sia, con una voz que ya no parecía solo suya.
—¿Sia…?
Sus ojos brillaban. No en azul.
En blanco total.
El Espejo en su pecho había desaparecido.
Porque ahora…
estaba en su sangre.
Las sombras se lanzaron.
Sia alzó la mano.
Y todo se detuvo.
Una onda de energía empujó a las criaturas contra las paredes. Sin esfuerzo. Sin gritos. Solo voluntad pura.
Aiden la miró como si estuviera viendo a una diosa antigua.
—¿Qué eres?
—Lo que intentaron enterrar.
Y por primera vez, Maika apareció en persona, caminando entre el humo, rodeada de su ejército.
—¿Y vas a matarme con tus brillitos?
—No —dijo Sia, dando un paso al frente—. Voy a mostrarte quién eras antes de corromperte.
—¿Perdón?
Sia alzó ambas manos. Un vórtice de luz envolvió a Maika por un segundo. Su cuerpo se sacudió.
Y entonces… lo vio.
La niña rota.
La adolescente insegura.
La que lloraba en el baño y se maquillaba como armadura.
Maika gritó.
Intentó liberarse.
Pero no pudo.
Porque la luz de Sia no era para destruir.
Era para despertar.
Y eso… era lo que más le dolía.
Maika cayó de rodillas ante la luz.
Temblaba.
Pero no por miedo a Sia.
Sino por algo más antiguo.
Más profundo.
Sia bajó la mano lentamente. El vórtice desapareció.
Y entonces lo vio todo.
Una niña encerrada en una habitación oscura.
Gritando.
Silenciada.
Tocada. Ignorada. Usada.
Una madre ausente.
Un padre con secretos.
Una casa con monstruos reales.
Una adolescencia de máscaras.
De fiestas vacías.
De control y manipulación.
De dolor disfrazado de maquillaje y escotes.
Sia tragó saliva, con las manos temblando.
Ahora lo entendía.
La rabia de Maika.
Su veneno.
Su necesidad de destruir.
Era un espejo de su propio dolor. Solo que Maika se había dejado consumir.
—Tú no naciste así —dijo Sia, con voz suave.
Maika alzó la vista. Sus ojos no tenían maldad. Solo… cansancio.
—¿Qué más da? Ya no hay vuelta atrás.
—Sí la hay. Pero necesitas dejar de pelear con quien no te hizo daño.
Maika negó con la cabeza, rota.
—Me van a matar por fallarles. No cumplí la misión. Me rastrean. Siempre lo hacen. Siempre me encuentran.
Sia se acercó y, contra todo instinto, la abrazó.
Maika se quedó paralizada. Nunca nadie la había tocado así. No sin interés. No sin condiciones.
—No voy a entregarte —susurró Sia—. Voy a ayudarte a que no te encuentren.
—¿Por qué? Yo… intenté arruinarte.
—Porque tú ya estás arruinada por dentro. Y eso… no lo arreglan los castigos. Solo el amor. O la compasión. O… la luz.
—No merezco luz —murmuró ella, hundida en su llanto.
—Tal vez no. Pero la vas a recibir igual.
Sia se separó un poco, colocando sus dedos en la frente de Maika.
—Voy a borrar tus rastros. Ellos no podrán seguirte. Serás libre. Pero lo que hagas con esa libertad… ya es cosa tuya.
Y entonces, una ráfaga de energía pura envolvió a Maika.
Sus coordenadas internas se rompieron.
Su vínculo con la organización oscura… se desvaneció.
Maika abrió los ojos, sin comprender del todo.
—¿Y ahora?
—Ahora empieza tu vida —le dijo Sia.
—¿Y tú… me perdonas?
—Sí. No por ti. Por mí. Porque yo también quiero ser libre.
Maika se llevó las manos al rostro. Por primera vez, sin maquillaje. Sin orgullo. Solo como una niña que al fin se permitía sentir.
Y mientras Sia tomaba de nuevo la mano de Aiden y salían juntos por la puerta del complejo… supo que había hecho lo correcto.
Porque el poder más grande no era el rayo, ni el escudo, ni el fuego.
Era el perdón.
Y ella… acababa de usarlo.

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